lunes, 31 de agosto de 2009

V.- El Jardín de los Frambuesos

V.- El Jardín de los frambuesos


Caes sobre mi cuerpo limpio, nocturno.


1

Me desperté al dejar de soñarla, tal y como la había contemplado la primera vez, con la misma ternura que se agazapaba en mi boca. Y esos labios de frambuesa que aún no experimentaba totalmente, a exprimir, gritándome en silencio:

- Por favor, devóranos.

Y la voz, cada vez se hacía más estrepitosa.

La mañana boreal iluminaba el paisaje. Eran las nueve, cuando me sedujo con su delgada tesitura.

- Buenos días señor de las dos décadas, ¿Qué? ¿Listo para ir a Tepa? Estoy lista en diez minutos.

Adiós maquillaje, adiós hipocresía. Bajé de la zotehuela de las bastas contemplaciones hasta su habitación, mirándola por la ventana opaca. Una blusa amarilla dejaba al desnudo sus frágiles y volátiles hombros. En sentido contrario, la mezcilla ceñía aquellos muslos hasta la última frontera. Bajé. Almorzamos los huevos que ella prepararía tres veces por semana. Todo normal, nada en desorbita. Salimos por la puerta trasera a fin de eludir absurdas explicaciones a Francisco y Gloría.
En mi memoria, el nostálgico perfume de frambuesa. En la calle, sujeté su mano a escasos diez pasos. Antes de doblar hacía la carretera, la reciprocidad agredió mi boca amarga, sin traspasarla. La estación aguardaba. No tardamos en caer en la debilidad de la carne, engulléndonos ante las miradas hostiles de los Observadores de Medusas, sin saber donde concluía el placer y donde empezaba la perversión. Tímidos, retractándonos aún de penetrar en el Jardín de los Frambuesos; escurriéndonos por cada poro de la piel, fingiendo indiferencia cuando el aroma nos delataba envueltos entre los harapos que odiábamos y queríamos deshacernos.

Entre deleite y miel, me tentó:

- Tengo sueño.

- Acuéstate, ándale – agregué con acento tierno.

Con su cabeza en mi entrepierna, no sabía que hacer. Temblaba por dentro. Cuatro días. La confianza había crecido demasiado, pero ninguno se quejaba, nadie protestaba. Y ella seguía con su belleza pasajera sobre mis muslos débiles atrapados en un impulso, sin respuesta a más estímulo que ella. Nada más.


2

Sentados en el quisco, ambos hervíamos. Su sonrisa pícara no podía contenerse ante el instinto más conciente. Y de repente:

- ¿Estas excitado?

Y mi cabeza comenzó a repetir:

“¿Qué, qué fue lo que dijiste? ¿Fue lo que escuché?”

- ¿Por qué la pregunta? – ataqué ante la obviedad.

- Nada más. Ven, vamos.

Permanecía sentado tratando de ocultar aquello que se erguía sobre mi ingle, que me llenaba y alteraba mi flujo sanguíneo. Ella, me azotaba con la obsidiana de sus ojos, violenta ternura que se apoderaba de mi pobre anatomía.
Un capuchino para disimular. Avanzando unas escaleras ocupamos una mesa en el segundo piso de un viejo cafetín que ostentaba una vista envidiable del zócalo donde minutos atrás, me declaraba la guerra y yo cobarde, sin haberme defendido, quise emprender la retirada. Pero era tarde. Estaba asediado por su ejército.
Un bombardeo de preguntas más temprano que tarde, me obligarían a rendirme. Charla de romances pasados, cicatrices, recuerdos olvidados y más, cuando ferozmente interrogó:

- ¿Y sexualmente?

Ahora, estaba de rodillas pidiendo clemencia.

- Solo han sido cuatro – afirmé con abrumador pánico – Cuatro.

" Maldito mentiroso. "

Guardamos luto.

- ¿Y tú? – corté el hielo de unos pocos segundos.

- He tenido dos novios, tu serías el tercero.

" ¿Qué, soy la próxima presa? ¿A sus veinticuatro apenas deja de gatear ahora con un recién nacido? Después de descubrir aquellos labios mayores a los diecisiete. "

El perfume de frambuesa empapaba el viento. Abandonamos el café, avanzando hasta espaldas de la catedral. Al frente, una señora ofrecía gelatinas y en un puesto ambulante un adolescente, caramelos. Entonces susurró:

- ¿No se te antoja?

Tres opciones: Gelatinas, caramelos ó el néctar que nos escurría por todo el cuerpo.


3

- ¿Oye no quieres? – insistía ante mi ácido decoro.

- No sé. ¿A qué te refieres? – mentí.

- Ya sabes.

- Si no me dices, no te puedo entender.

- Mejor dímelo tú – contestó forzándome a actuar.

- No puedo.

Y así, desgastando media hora, dándole vueltas al asunto, que ella, que si yo, me encandilaba al preludio, a la sensación lúdica.

- Es que en serio, no puedo – supliqué.

Nos absorbió el silencio.

- Ya sabes, hacer…

- ¿Eso? ¿Eso? Es lo que creí, solo que no podía decirlo.

- No importa, no te preocupes – mencionó llena de esa malicia encantadora.

- Pero… ahorita? ¿Dónde?

- Pues en un hotel ¿No?

"¡Pues sí, Completo imbécil!"

- ¿Un hotel?

Rumbo a la épica batalla, mis músculos se crispaban, mi pecho palpitaba.

"Tengo atractivo, la vuelvo loca. No soy un adefesio desgraciado. " Crujían mis neuronas cada vez que lo repetía.

Uno, dos pisos para hallar la recepción. Ocupación doble en cama matrimonial, televisión por cable, agua caliente y un boleto de entrada a un camino en un solo sentido: Doscientos Veinte.
Un piso más y hasta el fondo una puerta de cristal enmarcada en madera dejaba entrever el interior. Abrimos. La cortina intimaba privacidad. La cerré y empujé a Amarena sobre el colchón, empecé a frotar sus labios contra los míos en la cárcel de tela que a ambos nos poseía con un roce inferior que delataba nuestra impaciencia.
En un vuelco de desconfianza e inseguridad, recordé:

- ¡Algo se me olvidaba… – ante su extraño gesto de confabulación.

- Sí ¿Verdad? Vamos… – asintió al tiempo que se levantaba.


4

En un local vecino, una farmacia. Bajamos. Me acerqué al mostrador mientras insistía en disuadirla a toda costa, avergonzado. Se aproximó, ella no parecía incomodarle estar detrás de la vitrina sujetándose a mi brazo. Me tenía en plena confusión, mi juicio intermitente se anodó. La situación, de lo más común para Amarena. La discreción salía sobrando cuando lo único era disfrutar, de aquello que la desvariaba antes, mucho antes de que ocurriera y a mí, el mareo de la imaginación, la cama usada, el burdel del debraye, todo, todo, era tan imperfecto.
La señal de alerta en mi entrepierna se erizaba. Cada nervio me vibraba, mi complejidad estaba incierta. Un tangüinche en mi oído me negaba realizar la atrocidad de profanar en el Jardín, en el paraíso; que era demasiado precipitado, que sería catastrófico adelantar lo que sin duda, pasaría.
En cuatro días apenas explorábamos nuestras risas, nuestros ojos, nuestros magnéticos labios, sin percatarnos que éramos aún, dos desconocidos que habíamos coincidido por mera casualidad. Aunque, no había reversa ya, todo había sucedido, sin previo anuncio, sin esperar.


5

Volví a arrojarla sobre el lecho, desprendiendo ese capullo que la circundaba. Aquella blusa canaria cayó al suelo, al tiempo que nos enredábamos con salvajes ósculos, figurando al carnívoro que devora a su presa, ambos jugábamos. Nadie se rendiría.
Despacio, me escurrí por su cuello, haciendo marcas en la tersa piel que apuntaba en la dirección correcta. Zigzagueé por esa senda para topar aquel par de médanos dorados que continuaban cubiertos por la nieve del pudor. Desabroché los tirantes que sujetaban a presión los obsequios que tenía enfrente. Una voz surgía y me hostigaba:

- ¡No nos hagas sufrir! ¿Por qué te tardas tanto?

Y me aboracé. Prendí mi lengua a la cima de los blancos volcanes que estaban por derretirse en sus glaciares, para detonar la magma que se arremolinaba debajo de esa corteza que era mía, solo mía. Succioné a más no poder hasta que se agotó el aire. Amarena dio un giro, los papeles se invirtieron. Me tocaba sufrir cuando entonces, me tiró al cielo.
Los hilos deshilachados de mi lascivia percudida, maltratada por amargas experiencias, ahora se aproximaban lentamente al trance súbito que me desvariaba con ella mordisqueando mis rincones más sensibles con esa destreza en una lógica sin nombre y extraordinaria.

- Quédate ahí, no te muevas – me ordenó y obedecí sin remedio.

Se levantó entre una danza provocadora que acentuaba mi irreprochable vuelo. Sin mayor demora, desvaneció la muralla que impedía explotar con el aire y tocar por fin la suave superficie internada en la prisión del delirio.

- Bien ahora el guinda será… – pensé mientras contemplaba ya la última frontera.

Embriagado de fascinación, quedaba expuesto el fruto de mis desvaríos que me invitaba a lo prohibido, que incitaba a la demencia solo pulsando ese botón que conducía al abrazante vergel, clamando húmedo, ser un objeto lúdico. No me pausé, el índice empezó a ultrajar en ese territorio virgen hasta sentir fondo, ante un impulso capaz de amordazarse hasta la angustia.
Igual a un manantial, brotaron de esa cavidad sublime elixires preciosos que humedecían la zona circundante para la extenuante fusión:

- ¿Ya? – indagué con cierta extrañez.

- Sí, ya – respondió alebrestada.

Por fin entraba en el Jardín de los Frambuesos.

sábado, 8 de agosto de 2009

IV.- La noche de mi muerte

IV.- La noche de mi muerte

1


Acostúmbrame a robar paisajes, a sembrar semillas a cada momento. Bendito el infierno en que la conocí, en la noche oscura cuando era la hora indicada de marchar a Capilla. Toda la muchedumbre, se arremolinaba en aquella casa maltrecha, de muros rosas entre objetos entilachados é inútiles, pinturas de mal gusto y un conglomerado de estúpidos con los que intentaba congeniar. Los ciudadanos torpes y felices de aquel desolado desierto ubicado en los bordes del vicio y el ocio tenían estragos a su paso que no obstante, volvía a semblantes alegres y despreocupados, del bullicio de la ciudad.
Parecía tal cuento sacado del medioevo: Isaac, el Juglar loco, enviciado en poesía, borracho de sentimiento era acompañado fielmente por la Reina Blanca, Rosalía, su compañera, que cargaba en brazos al heredero de la corona de aquel imperio de romanticismo y oneirismo pleno: sobreviviendo al descuido y abandono de sus volubles raíces que lo habían expulsado del paraíso, esquivando la torpeza inevitable de la misma que lo había desterrado, por una sentencia que no entendía y que tampoco le pertenecía.
Otro más escoltaba al séquito esquizofrénico: Un Payaso patético, El Siete Leches, siervo de los reyes, miserable por excelencia, tanto que a primera impresión se le podía detestar con suma amabilidad. De su boca, se desprendía una sarta de incoherencias que cada segundo que transcurría, me era más difícil tolerar. Por dentro, colerizado me resistía, agradecido de Amarena.


2

La dama de las Azucenas era fatalmente hermosa, más que Amarena. Su cabellera oscura, salpicada de matices turquesas presumía su rostro, detallado quizás, por la noble mano de un pintor, dibujándola como un mero capricho a su egoísmo que a pesar de tales virtudes se miraba solitaria, agobiada de no encajar con el paisaje, de ser una y no dos. Y comprendí que la belleza solo en soledad se conserva.

- ¿Y estos dibujos? – pregunté sin mesura a Amarena.

- Son de míos. Un pintor me invitó. Ya sabes, así sin nada. De ropa.





3

El rompecabezas multicolor era de tan escasas piezas que no lo dudé. Inocente, inocente, ¿Cuándo aprenderás, pequeño Payaso Marino jugando a ser bucanero? Jamás te dejes envolver. Nunca por lo desconocido. Y le dije sí, al surrealismo.
Con las muelas masticaba el defectuario:

- Espérate, así no. No es para eso – gritó perturbado aquel Arlequín de cara cómica y estirpe mal nacida, apodado el Siete Leches.

Me arrebató de las manos el sufragio onírico que tanto lo enfermaba. Anestesia contra las ideas contaminadas por el irreversible ocio.

- Mira… – mencionó sosteniendo un objeto redondo – Con esto.

Lo sujeté. Arrimé los labios y soplé en reversa. Un amargo vapor sabor a cáñamo, intoxicó el aire. Segundos después, sentí como las formas se distorsionaban y el movimiento tomó un paso lento, casi restringido. Respiré profundo, sosteniendo con fuerza el oxígeno para no perder la lucidez. Al exhalar, la paranoia persistía: Anhelaba el goce pleno de Amarena pero imaginé que con toda seguridad lo habría de arruinar.
Subimos a la vagoneta y partimos.


4

Vi por el cristal, la lejanía a poca distancia. Sus ojos fulminaban mi espectro con un intenso fulgor marrón. La noche taciturna combinada con el sabor a cáñamo, presagiaba la agonía. La panorámica se tornaba ante mi mirada en un horroroso averno abandonado a las sombras de mi imaginación homicida. Ya no sentía mis articulaciones: el tajante frío las había paralizado, al tiempo que ella me azotaba en la absoluta contemplación de sus pupilas. Estiró el brazo, la mano abriría la puerta. Recreaba los hechos futuros: el impacto sobre la áspera superficie, rodando un par de veces con tal potencia que el cadáver-basura, empapado en sangre, con las vísceras, quedaría embadurnado al impactar contra el asfalto y resquebrajarse en añicos. Era mi suerte. Cuando de pronto, Amarena arrojó por la ventana una envoltura de celofán. Fin de la demencia.


5

Alguien ordenaba.

- Sube el vidrio que hace un chingo de frío.

Y sí, lo hacía, lo subí. Entonces sentí mi piel helada, pálida, azulada. Por mero reflejo, giré la manivela. Contemplativo: Uno, dos, tres, cuatro, cinco… No había captado. Era la voz del bufón con un tono despectivo.

" ¡Maldito hijo de perra! ¿Qué te pasa?" rabié en mi adentros.

Por evitar conflictos, no respondí. Aún el vaporcito me exorcizaba con mis arterías infladas de dopamina.
Isaac, conducía con una mano al volante mientras la otra empinaba una botella hasta su garganta. Recuerdo todavía, la falda de serpientes, dirigiéndome entre sus pasos a una muerte fatal, carente de razón, de tiempo, de desesperación; entre aquel cardúmen de sardinas.
El automóvil cerró su paso a un camión que por poco nos despedaza. Pude sentir el limbo, una senda sin retorno de bruma seca e hilarante que no es más que la abstracción de la agonía entre los gritos desesperados de esperanzas inconclusas.

- ¡Amarena! ¿Cómo puedes tener amigos tan repudiables? Con más inconciencia en sus cráneos repletos de mierda… – toda la oración no pasó de ser una maldición silenciosa, que engullí con el rencor de aquella noche, embrujada.


6

Cuando llegamos, ella empezaba a delatarse. Aprovechaba la oscuridad para disolver sus manos entre mi cuerpo, sujetándose a mí. Tomaba entre sus dedos mis rizos alocados, desenredándolos, destrozándolos.

Salimos al parque, entre el ruido de los altavoces:

- Te quería preguntar algo… más bien te quiero… preguntar…

- ¿Te gustaría ser mi… - no había terminado de argumentar su defensa cuando respondí precipitado:

" Si, si quiero navegar en tus mares… más bien, necesito..."

- Si, me encantaría – y sellé la transpiración de esa noche colgándome de sus dulces labios. Una fragancia para el olvido, dos pastillas de prozac.