miércoles, 3 de junio de 2009

Amarena


Amarena



PRIMERA PARTE


I.- Anémona

1


Parece que eres de la mañana, el que abre los primeros ojos. Casi al tope de los once cuando me había llevado al acuario aquel domingo como un regalo anticipado. Esa visita ansiada era deuda de hacía varios meses, luego de que Papá me observara tarde a tarde, fascinado por el mundo submarino de los peces, hojeando páginas apiladas y encuadernadas que suponía, eran de alguien.
Sus hojas pálidas parecían enfermas de gravedad, igual que las muchas imágenes que habían sido desteñidas por el endeble paso del tiempo. Aunque sabía que esas hojas, alguna vez tuvieron color. Tal vez hubo en alguna ocasión, un arrecife donde el brillo opacado podía revolcarse con la luz, con el contraste, jugar con las formas, revolverse con el movimiento en una naturaleza muerta. Los peces, el coral, la anémona, el calamar, el azul turquesa de un universo líquido mezclándose con el ambiente. Una ventana a la mera imaginación. Nada real como en todas. Y como el mejor amigo que he tenido, concedió que iríamos.

- ¿Te encantan los peces? ¿Por qué?

- No lo sé.


Y quizás sólo quizás, bien lo sabía.



2


Era una mañana soleada, un poco fría, soplaba una brisa ligera que era imposible percibir de donde provenía. Acompañado del hombre más noble que he podido conocer, caminaba por el parque vacío cuando no pasaban de las nueve. Viendo los frambuesos reventando en flores y entre las ramas, la inocencia salía a dar el paseo matinal a los primeros rayos de sol, inundando su corteza de calor y el aire.
La entrada del acuario, era transitada por observadores de extraños comportamientos, rostros felices, torpes y despreocupados, entraban y salían. Al interior, el cristal dividía ambos mundos, aquel líquido era demasiado hermoso, quizá abrumador. Aunque ciertamente, más hermoso: coloridos paisajes, movimientos suaves.
Bajo la apariencia de una belleza inofensiva, una Anémona, la flor de los mares, permanecía sometida a un laberinto transparente y suspiros fluorescentes con más miedo que el veneno que podía producir.



3


- ¿Y esos peces?

- Son peces tropicales.

- No, digo ese.

- Ah. Es un payaso marino.


Algunas risas. Seguramente eran mías.


- ¿Payaso? ¿Por qué no le pasa nada? ¿Las anémonas no son venenosas?

- No para él. Él tiene un pacto con la anémona. Ella lo protege y él le ayuda.

- Ah, entonces son amigos.

- Puede decirse que si. Pero tienen que aprender uno del otro.




4


Camila estaba enfrente de mí, demasiado cerca. Podía sentir los resuellos en mi frente, guardar su perfume de frambuesa en una pecera de plástico y envolverlo en un periódico para dejarlo en el sótano. Recordando años después, el aroma de la menarquía de aquella tarde entre los tentáculos de la Anémona.

- ¿Enserio sabes tanto?

- Algo.

- ¿Me podrías explicar algo?

- ¿Qué quieres que te explique?


Tres botones después, sentí los pólipos urticantes sobre mi espalda, saliendo a relucir como payaso marino, el légamo de un precoz despertar. Sumergirse en la sal que dolía, que a ambos dolía, era el precio de aprender. Camila estaba encima, entre gritos de dolor y placer apenas podía soportar el ardor en sus pliegues de coral pintados de sangre y frambuesa. Ya no teníamos nada que ocultar los dos desnudos en la sala. La respiración rápida me decía que algo ocurría en mí, algo que jamás había ocurrido. Éramos dos niños, éramos así, había un mundo para descubrir: ese mundo de prohibido placer que envolvía con un aroma particular nuestros cuerpos. Estábamos creciendo. Las heridas imborrables de la infancia en un chinchorro de olvidos que siempre íbamos a recordar.




5



Primera: La Anémona reconoce al pez por una sustancia en la piel y así no libera el nematocito3.


Segunda: El pez imita a la mucosa de la Anémona, a tal grado que tarda adaptarse.


Tercera: El pez se acomoda de tal forma, que su movimiento alerta a la Anémona de no punzar la toxina.


Camila me dejo de hablar. Ya no tenía interés, ya no jugábamos ni conversábamos. No supe que la había molestado tanto para aplicar un hielo permanente entre nosotros, nosotros que habíamos corrompido con lo proscrito, aquella tarde eterna cuando fuimos mudos a las preguntas de su madre, sospechas sin fundamento más que la imaginación y la realidad.

- ¿Qué hicieron toda la tarde, eh?



Aquel desconocido comenzó a visitarla. Siempre por la tarde, cuando Camila hacía la tarea y su madre no estaba en casa. Escuchaba los gemidos punzantes, las sombras a través de la cortina y me ponía a llorar en la solana.
La dignidad, que aún desconocía del todo, tendría un precio muy alto. Me empapaba, preguntándome por que tenía que perder, mientras ella, en éxtasis, gozaba atada a una mano fría sujetándola por la cintura, esa que poco antes había sido parte de mí. Así una tarde, la menos esperada, pause mi oreja en la pared a la acecho de la hora mala. Exactamente, entre las seis cuarenta y ocho y las siete y cinco retumbó el eco de un puño, sobre el zaguán vecino. El diminuto agujero en la barda que antes había servido para espiar a Camila me permitió la bochornosa imagen, abriendo la puerta é incitándolo a pasar. Entonces, realmente fue cuando conocí la rabia, indispuesto a la derrota. Aguardé, y salté el muro hasta el Jardín de los Frambuesos, aquel que se envolvía con su mismo aroma invernal y adolescente. La puerta corrediza estaba entreabierta. Mis pasos tomaron rumbo, ausentes de ruido, acercándose a la recámara de donde emanaban los gemidos estridentes. Desde el pasillo, pude mirar por primera vez, de frente a la realidad:

- ¡Lárgate, mocoso! - vociferó aquel que se apoderaba de ella.

Y sí, era mucho mayor, ya era un hombre, si es que los atributos físicos determinan la complejidad del zángano de la colmena. En sus ojos, el Diablo, y una sonrisa que transcurría de pícara a perversa.

- ¿Qué haces aquí? - Acentuó la que alguna vez fue lo que dejaría de ser.

Planté mis pies en el suelo como raíces, a pesar del dolor que representaba presenciar aquella sangrienta secuencia. Reclamaba mi lugar.

- ¿No entiendes, verdad? - repitió Camila.

Se levantó, de cuclillas, se dirigió hacia mí. Muecas en aquel rostro se colmaban de ira. Esos labios se cerraban con fuerza, como al contener algo adentro. Su garganta tomó impulso, y me paralicé por completo. De repente, disparó. El veneno blanco de su boca, que no era de su boca, me escurría desde los ojos mezclándose con las lágrimas de coraje que sin lugar a duda, ella jamás mereció:

- Ahora si, lárgate.


Afligida amargura de la flor de los mares: el primer sinsabor de frambuesa, agridulce, de una textura particular en esa metamorfosis de niña, que tristemente dejó de ser lo que tanto quise. Camila la Princesa, Camila la Hermosa, Camila la Ramera, Camila la Anémona. Mirar a través del cristal de los primeros pasos camino al odio y a la perversión. Y lejos de empezar a odiar para cubrir el dolor y olvidar, comprendí que también la decepción, es el precio de aprender: Cuarenta segundos nunca fueron suficientes.